lunes, 2 de junio de 2008

Viaje hacia mí mismo

Por Guillermo Giacosa
(de la columna Cronicas y Ensayo de Perú21)

La realidad me vomitó de Rosario a Monrovia, en África, y, luego, a Europa. Tenía apenas 22 años, miles de horas de lectura, un alma provinciana con siesta incluida y unas ganas incontroladas de hacer más hondas mis raíces en la ciudad donde había nacido, crecido y aprendido los códigos elementales de la comunicación. No pude.
Viajé deseando quedarme y me deslumbré conociendo mi interior en medio de otros paisajes mientras soñaba regresar. Ser uno en otra cultura es agregar una dimensión que el espejo local nunca puede reflejar. El veloz viaje exterior es un viaje interior denso y contradictorio. Los deslumbramientos y las angustias se superponen, se confunden, te confunden. Eres tú y no eres tú. Te reconoces en el que eras, pero también reconoces cuánto te faltaba para ser lo que tú creías ser. Y eso a cada paso. A cada etapa. A cada dolor. A cada alegría. Sin sosiego. Sin treguas. Un romper y volver a construir diario que te deja sin aliento. Sin puntos de apoyo. Sin sentidos o con un sentido nuevo que, tan pronto empiezas a interpretar, desaparece para ponerte frente a un nuevo desafío.
Todo gira hasta que intuyes, primero, y comprendes, después, que esa fragilidad, ese equilibrio de locos bailando sobre una cuerda, es la realidad, la mismísima bella-horrenda realidad que el útero natal de tu propio entorno te ocultaba para preservarte del dolor de saber que el mundo era mucho más que tu pequeño yo, y que tu pequeño yo podía crecer hasta el empacho tan pronto se abrieran las puertas de su encierro cultural.
Más allá de la sucesión de paisajes y personas que te obligan a repensar lo pensado y, sobre todo, a repensarte a ti mismo, la sensación de estar de paso es, quizá, la lección más importante y la más difícil de aprender.
No es sencillo combatir nuestra vocación de crustáceos. Buscamos la eternidad de una roca a la que adherirnos para que el agua del mar no nos lleve. Sabemos, opacados por el ruido de las olas que, inexorablemente, seremos arrastrados. Pero preferimos ahogar el conocimiento, desechar la intuición y solo escuchar el ruido que bloquea el contacto con nuestro interior. El contrasentido es que huimos mientras estamos estáticos y atenazados a una realidad cuyo cambio, por constante, es un recordatorio permanente de la finitud de todo lo que existe y, por tanto, de la propia muerte. Preferimos, entonces, aferrarnos al pequeño yo que, sumergido en el ruido, justifica la negación de la vida invocando todos los peligros imaginarios que los miedos han parido en su atormentado mundo interior.
Vivir, sin prejuicios, realidades diferentes permite percibir cuántas cuerdas hubiesen quedado mudas en nuestro interior si no nos hubiésemos cruzado con la mano, el rostro, la palabra, la sonrisa, el paisaje venidos de lo desconocido. Si no hubiésemos alimentado nuestras dudas y multiplicado nuestras preguntas. Si no hubiésemos sentido, en algún helado momento de soledad, el desamparo cósmico que nuestra especie encarna.

No hay comentarios: